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El reduccionismo populista

Se ha puesto de moda en España cuestionar la clásica dialéctica derecha-izquierda, en torno a la cual, desde el siglo XIX, se han situado políticamente las sociedades europeas.
Lo que, en un reciente libro, he llamado metafóricamente La Edad de Hielo, es decir, la crisis —la impotencia de la política ante ella y sus efectos— ha traído una bipolarización nueva —clivage lo llamarían los franceses— que rompe con la anterior. Es la oposición entre la “gente” (sin distinciones) y la “casta”, que estaría constituida por todo aquel dirigente que forme parte de los partidos políticos tradicionales. Este enfoque es, por ejemplo, el sustento ideológico de Podemos, cuyo éxito electoral se basa en plantear ese binomio como un mantra. Así ha logrado captar votos de todos los partidos. En ciencia política se le ha llamado a un grupo de esa naturaleza catch-all party (“partido atrapatodo”).
La verdad es que negar como determinante la distinción izquierda-derecha es el mejor regalo que se le puede hacer a esta última. Siempre que ha habido históricamente una crisis fuerte, algún movimiento pseudorradical se ha dirigido a los ciudadanos para enfrentarlos a sus dirigentes políticos —a todos—, como una víctima a su verdugo. De ese modo se desvanece la izquierda como sujeto político y se fortalece a los poderes fácticos, figuradamente “apolíticos”.
Tal simplificación oculta los problemas de fondo sobre los que las propuestas de la derecha y la izquierda divergen. Tomemos el caso español. La mayor prioridad hoy para los ciudadanos y las ciudadanas es la salida de la crisis económica y social. Cualquier Gobierno será juzgado por el modo de enfrentarse a la crisis, que está degradando, con una profundidad inédita, la vida y el trabajo de los hombres y las mujeres.
La derecha intelectual y la derecha política —más explícitamente la primera que la segunda— proclaman que el Estado de bienestar es ya insostenible; que no hay medios económicos suficientes para la sanidad y la educación universales y gratuitas, la dependencia, las pensiones, el seguro de desempleo, etcétera.
La izquierda dice justamente lo contrario: el modelo social europeo es nuestra identidad y hemos de proponernos de inmediato luchar por la desaparición del desempleo y del subempleo (11% de descenso salarial desde la reforma laboral del Rajoy de 2012); la pobreza y la exclusión social, que afecta particularmente a la infancia, y la desigualdad, el desafío de nuestro tiempo (en España han aumentado los hipermillonarios durante la crisis).
La mayor prioridad hoy para los ciudadanos y ciudadanas es la salida de la crisis económica y social
La financiación del Estado social y de los estímulos públicos inversores, reactivadores del crecimiento y el empleo, no se puede hacer simplemente emitiendo más y más deuda. La política desde la izquierda debe ser una reforma fiscal progresiva con aumento de los impuestos a las grandes fortunas y salarios, y la subida, asimismo, de los demás impuestos directos como el impuesto de sociedades, con descenso de impuestos indirectos y de los que recaen sobre las clases medias y la clase trabajadora. Rajoy va a hacer exactamente lo contrario de lo anterior, aunque España tenga un amplio margen para aumentar la presión fiscal respecto de la media europea.
En estos temas clave —los prioritarios de verdad—, la derecha dice una cosa, y la izquierda, lo opuesto. Aquí no vemos que la dialéctica esencial sea entre pueblo y casta. Mantener esta última teoría tiene como fin identificar a todos los representantes políticos —de izquierda o de derecha, del PSOE o del PP— en un mismo campo, intentando convencer a quienes los han elegido de que todos esos representantes tienen iguales intereses. Algo sencillamente absurdo. Lo mismo que pretender que dicha casta política haya abolido la democracia y que se haya apoderado de la nación, de su soberanía y de sus riquezas. Así se definiría el “bipartidismo” español, que sería, por tanto, una especie de régimen de partido único.
Formular ese reduccionismo populista tiene una consecuencia inevitable y evidente: los representados —la “gente”— tendrían también idénticos intereses, secuestrados por los malvados dirigentes. De modo que los capitalistas más adinerados, o quienes poseen mayores ingresos o patrimonio, compartirían iguales intereses económicos, sociales y políticos con los trabajadores, las capas medias y bajas y los parados. La posición social sería, así, irrelevante políticamente. Lo relevante sería la dicotomía “gente” y “casta”.
Cuando alguien dice “yo no soy ni de derechas ni de izquierdas”, hay un alto grado de probabilidad de que su supuesto apoliticismo tenga hondas —y escondidas— raíces conservadoras. Uno de los grandes avances de las revoluciones sociales que trajeron la modernidad al mundo occidental, y con ella sus constituciones y estructuras progresistas, fue precisamente la nítida distinción —no exclusivista— entre la derecha y la izquierda, los conservadores y los progresistas, como la proyección política de las desigualdades sociales y económicas. Esa desigualdad permanece todavía.
No será fácil acabar con lo que es la base del pluralismo democrático. No obstante, la penetración de los planteamientos populistas se facilita cuando la izquierda, europea o española, con cultura de gobierno no es capaz de articular una alternativa política real y completa, y presentarla al electorado progresista. Este es el desafío del momento, cuando la crisis sigue entre nosotros.
Diego López Garrido es diputado. Autor del libro: La Edad de Hielo. Europa y Estados Unidos ante la Gran Crisis: el rescate del Estado de bienestar (RBA, 2014).