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Nunca puedo decir adiós

 Así, igual que el legendario tema de The Communards, este humilde juntaletras jamás pudo decir adiós.

En el campo charro nació, en una tierra dura pero fértil para forjar el espíritu y la nobleza.

Las incertidumbres pudieron más que las certezas y muy joven hizo el petate para emigrar a una Francia que ofrecía una oportunidad. 

Y en esa Francia de las oportunidades, el trabajo duro del bronce y aún con las privaciones, pudo formar una familia, un hogar, una ilusión y un proyecto en común. 

No sólo los gallegos sienten morriña por su tierra, los charros, esa raza que supura vigorosidad, pero que lleva los sentimientos a flor de piel, no pudo sucumbir a la llamada de un pequeño pueblo enclavado entre la serranía y de la alcarria de Cuenca, donde asentó su casa y vida. 

En Priego la familia creció con dos nuevas rosas perfumadas, no sin sacrificio, renuncias y abnegación.

El mimbre primero, la explotación de áridos y la retroexcavadora, dieron a la familia el maná suficiente para que los sacrificios personales fueran mitigados.

Y por último llegó la Rosa más bella que conoció. La amó, la cuidó y la regó hasta el final, haciendo modelar su semblante serio por uno de complacencia y aprobación.

Con la enfermedad vino la melancolía ante la irremediable levedad del propio ser. 

Atrás quedaron las sonrisas, los abrazos y tantos y tantos momentos compartidos que jamás se le olvidarán. 

Y en la hora final, en la del juicio y montado en la barca de Caronte, rodeado por su prole, nos dijo adiós en silencio, con la modestia que le caracterizaba y con la rectitud que mantuvo en su vida. 

No, nunca puedo decir adiós, jamás me gustó hacerlo. Decir adiós es renunciar a lo vivido y olvidar la calidez de los recuerdos. 

No, nunca puedo decir adiós mientras siga recordando cada momento compartido. 

Allí donde estés, Isaac, vuela alto, vuela libre, vuela mirando hacia la tierra donde nos sigues haciendo tanta falta y ten presente que jamás te olvidaremos. 

Descansa en paz