Recuerdo el verdor y frescor de las praderías de Priego, recuerdo su río cantarín y el susurro del viento.
Y es que siempre me fascinaron las primaveras anticipadas, según la dictadura del calendario o incluso de los astros.
Haciendo camino por sendas y oteros, pensaba en las flores que se atrevían a desafiar al incierto clima Pricense.
Y veía la flor de cerezo, aspiraba su aroma y disertaba sobre su destino
Pétalos temblorosos y mojados por la humedad de la noche, hacia que la delgada línea entre la vida y la muerte transcendiera más allá de lo divino.
Pasados unos días, volvía sobre mis pasos y ver flores marchitadas no doblegaban mi pasión por comprobar que otras se habían convertido en vigorosas y verdes cerezas.
Y en la semiclandestinidad del amanecer, aprendí que todo pasa por algo y que la coincidencia excede todo conocimiento humano.
La flor del cerezo además de tener algo que fascina, también reconforta el espíritu
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