Desde siempre he tenido un momento grabado a fuego en mi memoria.
El olor a manzanas asadas debajo de una estufa y el chorizo Espuña colgado con una cuerda en un clavo desvencijado.
Aromas de la niñez, recuerdo de un tiempo diferente en el que las certezas eran reemplazadas por el calor de un hogar austero pero construido con la dignidad que da el trabajo duro y la humildad más absoluta.
Esa pequeña casa del callejón donde habitaba la desesperanza más cierta y que se convertía en gozo con cada visita.
Las manzanas ya estaban en la lata bajo una estufa que también era pobre. Pobreza y humildad que también destilaban las miradas por una vida cargada de sufrimiento y melancolía.
El calor inconsistente de la estufa hacía que las manzanas se cocieran con una parsimonia óptima para mí propio deleite, desprendiendo de esa manera una amalgama de olores jamás olvidados.
Degustar dicho manjar era la dicha para un infante que jamás dejó de observar y esperar. Mientras, el chorizo Espuña esperaba el momento en el que unas manos arrugadas por toda una vida de trabajo, se atrevieran a acuchillarlo bajo mi atenta mirada.
Por fin, ambos manjares ya estaban sobre la mesa redonda, y yo, como el mismísimo Arturo, creía ser el rey.
En ese callejón de Priego donde la infancia y la senectud se daban la mano, en ese callejón de Priego donde reside parte de mi memoria, ese callejón de Priego en el que fui feliz